Había una vez, en un lugar muy, muy cercano un príncipe que se llamaba Pelotudótl.
Era alto, no muy guapo, pero su poca lindura la reemplazaba con su mucha labia, era muy, muy simpático.
A toda fiesta en reinos que eran invitados los reyes, Pelotudótl siempre asistía porque sus papis no lo dejaban solito, temían que cualquier cosa le pasara a su hijito, un poco crecido ya para quelo cuiden tanto, pero a él eso...le gustaba.
Pateaba el piso a los dos de la madrugada y el rey salía en su carruaje hasta el drugstore más cercano a comprarle el chocolate que Pelotudótl quería (si no tenían la marca que el príncipe quería, el rey no volvía al castillo hasta no conseguirla), nunca tenía el mismo antojo, los chocolates siempre eran de distintas marcas, así que todo se complicaba siempre.
Un día el príncipe saltaba alegremente por los parques floridos y aromosos del castillo cuando de repente atisvó que en una fuente se bañaba desnuda una plebeya, por primera vez en sus treinta y nueve años de edad sintió un cosquilleo entre las piernas, le empezó a doler, se empezó a tocar y asustado se miró, una terrible erección de su tímido aparatón. Corrió desesperado a contarle a mami lo que le estaba pasando; mami lo sentó en la falda y le explicó que era la llamada de la naturaleza, que se estaba empezando a hacer hombrecito, que no le había pasado antes porque las cortesanas del reino y de todos los que habían visitado era feas, muy vestidas, muy peludas y olorosas, pero que la plebeya era, sin duda, muy bella.
Un poco confundido Pelotudótl se encerró en su cuarto a pensar.
Pensó, pensó, pensó tanto que la cabeza le creció, quedó cabezón y por el encierro, le creció la barba y porque además ya estaba grandecito como dijo mami.
Deseaba mucho que la plebeya le hiciera las cosas que la reina le había explicado, en su encierro que, duró dos meses, empezó a delirar, la calentura lo hacía ver visiones, de sus pajas salían litros y litros de leche como para almidonar las sábanas del reino y el de los vecinos también.
Quería a la plebeya, la quería y sus berrinches, como siempre, fueron escuchados.
Toda la guardia del palacio salió a buscarla, no sabían muy bien a quién, claro que tenía que ser mujer, morena y de pelo largo, habían muchas en la comarca así que agarraron a la primera que encontraron. Más o menos los muchachos dela guardia que eran bastante macanudos, le explicaron cómo venía la mano y ella, con tal de comer dos días seguidos se dejó llevar.
Apenas Pelotudótl la vió quedó enamorado de ella, se avalanzó y la plebeya lo atajó:
-Dejame bañar, dame morfi y después vemo papi...¿si?
-Dale Plebe-
Él también aprovechó para darse un bañito, hacer mate y esperarla desnudito en la cama.
Revolcones y revolcones, la Plebe estaba en éxtasis completo dado que Pelotudótl era una excelente amante muy bien dotado.
Plebe se enamoró también, se quedó a vivir en el palacio y tuvieron una hijita preciosa.
Después del nacimiento de Plebedótl el príncipe se cansó de jugar al revolcón con Plebe y empezó a frecuentar todas las camas de las plebeyas mozas del reino.
Plebe se atoraba de clonazepan hasta que no soportó más y se tiró por uno de los balcones.
Pelotudótl y su hijita, vivieron felices por siempre con los reyes consentidores.
Y colorín colorado, este cuento se ha terminado.
***CUALQUIER SEMEJANZA CON LA REALIDAD DE CUALQUIERA, ES PURA COINCIDENCIA COINCIDENTE***
2 comentarios:
Me parece que Plebe debe mudarse a casa sin balcón, no sea que Pelotudótl vuele por ahí.
Curupisa: no tiene alas, Plebe se morió bien morta.
Te quiero mucho.
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